Declaración política del Partido Carlista con motivo del 40º aniversario de la Constitución de 1978
http://partidocarlista.com/
Los medios de comunicación de masas nos
recuerdan estos días que hace cuarenta años la ciudadanía española
ratificó en referéndum una Constitución. Sin embargo, salvo algunas
excepciones, prefieren ignorar las carencias de aquel proceso
constituyente. Las elecciones previas de 1977 no pueden ser consideradas
como unas «primeras elecciones democráticas» como se suele afirmar, ya
que el Gobierno postfranquista de Adolfo Suárez bloqueó la legalización
de diversos partidos políticos, como fue el caso del Partido Carlista,
impidiendo así su participación.
En ese contexto de restricción
gubernamental del pluralismo democrático fueron elegidas entonces las
Cortes Constituyentes que posteriormente aprobaron el texto
constitucional que se sometió a referéndum. No fue precisamente la
española una Transición ejemplar. No solamente fueron marginadas las
voces críticas, sino que muchos luchadores pagaron su compromiso
político con la vida, en Vitoria, en Montejurra, en Atocha, en los San
Fermines, etc.
Tanto en sus luces como en sus sombras
la Constitución fue el resultado de una determinada correlación de
fuerzas sociales y políticas en un momento histórico muy concreto. Pero
lo que entonces pudo ser válido como salida del franquismo, hoy no tiene
por qué serlo. Un texto constitucional que fue un paso positivo en la
configuración de un marco de libertades civiles y políticas, cuarenta
años después muestra cada vez más sus limitaciones. No se debería
olvidar tampoco que más de un 60% de la actual población española no
votó en el referéndum de 1978.
El régimen político de la Segunda
Restauración atraviesa una triple crisis económica, territorial y moral
que, más allá de los diferentes gobiernos que se suceden en La Moncloa,
afecta al modelo vigente de Estado.
Desde la Gran Recesión de la economía
mundial en el año 2008, la falta de previsión de la élite política
española ha dejado en una grave situación de desprotección social a
muchas familias. Cuando se prioriza la economía especulativa sobre la
productiva es siempre cuestión de tiempo que la burbuja acabe
explotando. Cuando se aplican políticas neoliberales no solamente se
precariza el empleo sino también la vida humana. Cuando servicios
sociales básicos como la sanidad o la educación se convierten en
mercancías no es posible cohesión social alguna como comunidad. Cuando
no se ponen frenos al Libre Comercio de las grandes multinacionales, la
soberanía económica de los pueblos desaparece.
La crisis económica la han sufrido y
siguen sufriendo las clases populares mientras aumentan las
desigualdades sociales entre unos ricos cada vez más ricos y unos pobres
cada vez más pobres. Únicamente una Democracia Social que sitúe el Bien
Común como una prioridad ineludible podrá garantizar una distribución
justa de la riqueza generada en un marco de equilibrio económico. Por
eso necesitamos un nuevo proceso constituyente.
La sentencia del Tribunal Constitucional
sobre el “Nou Estatut” en el año 2010 abrió una crisis en la estructura
territorial de Estado. El nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña había
sido aprobado en el año 2006 tanto por las Cortes españolas como por la
ciudadanía catalana en un referéndum. Curiosamente fue rechazado desde
posiciones igualmente extremistas por Esquerra Republicana y por el
Partido Popular. Pero cuando el Tribunal Constitucional declaró que el
Estatuto era incompatible con la legalidad, algo se rompió en Cataluña.
La dinámica iniciada entonces de progresivo enfrentamiento entre el
Poder Central y una parte de la sociedad catalana es imposible de
resolver en el marco de la Constitución de 1978.
Además tampoco debemos olvidar que
existen otras comunidades históricas que también plantean
reivindicaciones nacionales más allá de los límites del
constitucionalismo vigente. Ante la crisis territorial nadie aporta una
solución verdaderamente integradora, pues la propuesta de una reforma
constitucional orientada a un seudo-federalismo asimétrico no es más que
un nuevo parche “descentralizador” para esquivar el problema real de la
falta de soberanía de las diferentes nacionalidades que integran el
Estado español. Únicamente una Democracia Federal puede garantizar la
unión de los pueblos de las Españas desde el reconocimiento de la
personalidad singular de cada uno de ellos. Por eso necesitamos un nuevo
proceso constituyente.
Los partidos políticos, que deberían ser
cauce de la participación ciudadana, han terminado constituyendo una
casta burocrática al servicio exclusivo de sus propios intereses. El año
2011 puso de relieve el divorcio existente entre las élites políticas y
las nuevas generaciones. Por un lado se produjo la explosión social del
15-M en la calle. “No nos representan” proclamaba una juventud
indignada con el bipartidismo neoliberal. Por otro lado, el Partido
Popular y el PSOE se pusieron de acuerdo para reformar el artículo 135
en muy poco tiempo. Durante años habían insistido en que la Constitución
era prácticamente intocable, que solamente podría ser reformada en el
hipotético caso de un amplio consenso. Pero cuando decidieron que había
llegado el momento la reformaron sin ningún tipo de debate social ni de
consulta ciudadana.
Durante los años siguientes hemos visto
cómo los casos de corrupción se multiplicaban. Y hasta las más altas
instituciones públicas se han visto afectadas por el escándalo. Como
consecuencia de tanto caciquismo y de tanta arbitrariedad han emergido
nuevos partidos políticos.
Pero no es un simple cambio de siglas lo que necesita la sociedad española, sino de estructuras de control popular que pongan fin a toda forma de partitocracia. En la antigua Monarquía Foral existían dos mecanismos muy tradicionales, el mandato imperativo y el juicio de residencia, que obligaban a los representantes políticos a cumplir la voluntad del pueblo representado y a rendir cuentas de su gestión.
Pero no es un simple cambio de siglas lo que necesita la sociedad española, sino de estructuras de control popular que pongan fin a toda forma de partitocracia. En la antigua Monarquía Foral existían dos mecanismos muy tradicionales, el mandato imperativo y el juicio de residencia, que obligaban a los representantes políticos a cumplir la voluntad del pueblo representado y a rendir cuentas de su gestión.
Sin embargo, la Constitución de 1978 no
solamente no contempla el juicio de residencia sino que prohíbe
explícitamente el mandato imperativo. De esta manera la soberanía
popular sigue secuestrada por la partitocracia con independencia de
quien gobierne. Para lograr una auténtica participación ciudadana, urge
restablecer y actualizar el mandato imperativo y el juicio de
residencia. Por eso necesitamos un nuevo proceso constituyente.
El agotamiento del triple pacto
político, autonómico y social que hizo posible la Constitución de 1978
es una realidad evidente para todos. De hecho las falsas soluciones
“asistencialistas” y “recentralizadoras” de una derecha neoliberal que
pretende terminar de desmontar el Estado de Bienestar así como revertir
el Estado de las Autonomías suponen un peligro que no puede ser
ignorado.
Ya nadie plantea que las cosas puedan
seguir como estaban. La cuestión es cómo va a resolverse la salida a
esta triple crisis. Si a través de una reforma constitucional pactada
entre las élites partitocráticas o mediante un proceso constituyente que
abra la puerta a una nueva democracia. Ese es el debate de nuestro
tiempo, ante el cual los carlistas no debemos faltar a nuestra cita con
la Historia.
El Carlismo, más allá de sus múltiples y
diferentes formulaciones históricas, ha sido siempre un movimiento
político que busca el protagonismo del Pueblo de abajo a arriba.
Conviene recordarlo porque fuera de ese marco político no hay Carlismo.
Únicamente folclore.