El proceso al procés

 

 Una pugna de sentimientos está en la raíz  del espectáculo que estamos presenciando en el Tribunal Supremo.  De una parte el de aquellos que se aferran a su propia mitología, voluntariamente situada desde en el siglo XV, aunque oficializada a partir del impuesto pero intelectualmente endeble nacimiento  unificador de 1812, y de otra la de quienes también –de forma voluntaria- se enraizan a una lealtad a su tierra tanto nutricia como en el sentimiento y que periodicamente pretenden reafirmar su visceralidad nacional como pueblo siempre ocultado y vigilado. Lo que para muchos se encarna en la extrema herida de “oprimido” que necesariamente implica la coexistencia de un “opresor”.

Sería interesante un estudio profundo que explicara la razón de que en pleno siglo XXI, y a partir al menos del siglo XX, los nacionalismos se hayan incrementado motivando dos guerras  mundiales con secuelas que siguen presidiendo el  devenir  internacional,  bien como instrumento de intereses  de dominio económico, bien enmascarados en otros sentimientos  especialmente en los pueblos aún no de la órbita que genéricamente llamamos “occidental”.

No hace tanto fuimos testigos de la manifestación violenta, hoy dormida, de uno de estos nacionalismos: el de Euskadi, y ahora lo somos de otra muestra de otro sentimiento de similar raiz, el catalán. Muy distintos  en su expresión pero ambos de igual profundidad sentimental, la menos perecedera. Y también ambos fruto de una injusticia histórica, la de la indisimulada opresión por un dominador que se pretende único albacea de sentimientos y de interpretaciones históricas: el Estado centralista con melancolías imperiales.

Han pasado unos años de oficialidad de una libertad declarada constitucionalmente pero contrapuesta y simultaneada con una indisimulada práctica de retroacción centralizadora absolutamente estúpida y que alcanzó su punto de inflexión en la invalidación del Estatut votado tanto en el Parlamento español como en el catalán y recortado, castrado y sustancialmente invalidado por la reacción centralista de una parte del socialismo y por el neofranquismo del PP,  mediante una iniciativa sacralizada en 2010 mediante sentencia del TC, como es de todos sabido. 

  Esa, en definitiva, ha sido la nada deseable combinación que ha llevado a la actual judicialización del procés, una manifestación de oficialidad, de autoridad estatal que no está ayudando a la resolución de un problema nacional –tómese por donde se quiera el significado intencional del término- con estéril pugna entre una realidad, la catalana, y un poder muy superior, el del Estado, ahora manifestado en un procedimiento judicial que no convence a nadie, y que sigue un modelo tradicional con precedentes en todos los procesos de similar motivación, origen y puesta en escena que tantos otros que en el próximo pasado internacional se han producido.

   ¿Qué tipo penal es el aplicable?. Estamos viendo las rectificaciones y las dudas de un Ministerio Fiscal que no se define claramente respecto al delito achacable a los inculpados, y todo ello con el indisimulado exceso garantista del propio Tribunal por su miedo insuperable a la última decisión del Tribunal de Estrasburgo supremo garante europeo del respeto a los Derechos Humanos. 

Toda ella una situación que los procesados  aprovechan en su propia defensa sacando incluso a la luz paradojas que afectan al respeto hacia el sacralizado Tribunal Constitucional: 12 de cuyas diversas resoluciones han sido incumplidas sin consecuencia alguna por el propio Estado y sus órganos, algo que para el procesado Turull afianza la inconsistencia de la acusación de desobediencia, una de las imputaciones por las que han sido encausados.

Naturalmente -¿cabe la duda?-  el fallo será pretendidamente aleccionador pero también estéril. ¿Alguien piensa que un pueblo –cualquier pueblo- como el catalán con sus signos de distinguible personalidad y una historia reivindicativa que en este caso supera los doscientos años, con propia mitología cierta, aunque como en cualquier caso similar sublimada,  pero siempre sentimentalmente eficaz, y con antecedentes de ser objeto pasivo de represión desde 1640, puede ser callado –doblegado- mediante un fallo judicial?.

La sentencia, cualquiera que sea su fallo, ahondará –ya lo ha hecho- el viejo fracaso convivencial. Descartada la absolución, si es duro (que tampoco nadie espera que lo sea) mantendrá vivo, sino aumentado, el victimismo y su corolario de ira de una gran parte de los ciudadanos de ese mismo pueblo que si se caracteriza por algo (y lo ha demostrado en sucesivas rebeliones armadas, de ellas tres carlistas), y como ha concretado en el juicio el Conseller Jordi Turull, es porque “sus ciudadanos no son ovejas”.

No, nos podemos alegrar, nadie sensatamente puede alegrarse de la judicialización de un procés en el que para vestir la acusación y el subsiguiente encausamiento se alega la comisión de unos hechos en cuya calificación jurídica ni tan siquiera existe un criterio claro ni unas pruebas eficaces, cayendo así en el -para un país de una Europa democrática-  desacreditado ámbito del juicio político y subsiguientemente sus inculpados merecedores del nada prestigioso  calificativo para un estado que se autocalifica de democrático de “presos políticos” y en situación de encarcelados preventivos.

Todos, insisto, ya hemos perdido, y así es cualquiera que sea la sentencia en este proceso digno de otro tiempo y de otro régimen. En cualquier caso no es despreciable como orientación de conclusiones para sentencia el contenido de un whatsapp descubierto y firmado por el portavoz del Partido Popular en el Senado y en el que para tranquilizar determinados desasosiegos de antes del inicio de la vista del juicio oral se exponía esta máxima garantía de actuación y resultado:  “controlando la Sala Segunda desde detrás” .